En Ciudad Juárez, donde el calor raja banquetas y el agua escasea en los hogares más humildes, al fin hay señales de que las autoridades voltean a ver un problema que se venía ignorando con escandalosa impunidad. Más de un centenar de pozos privados han operado durante años como si fueran parte de un mercado libre del siglo XIX: sin controles sanitarios, sin regulación del volumen extraído y, por supuesto, sin rendir cuentas a nadie. Se bombea, se vende, se lucra. ¿Y el agua del pueblo? Se diluye entre negocios oscuros y omisiones institucionales.
El exhorto aprobado por el Congreso del Estado a la CONAGUA para que supervise y clausure estos pozos clandestinos representa un paso en la dirección correcta. Tardío, sí. Insuficiente, también. Pero al menos rompe el silencio cómplice que había permitido que incluso fábricas de hielo y purificadoras se abastecieran sin garantía sanitaria alguna ni pago ambiental de por medio.
Este llamado no debe ser flor de un día ni maniobra mediática. Porque el agua en Juárez no es solo un recurso: es la línea que separa la supervivencia del colapso.
Y mientras la sequía sigue, el peligro para las mujeres rebasa el punto de ebullición. Colectivos feministas están convocando a un mitin porque la violencia feminicida sigue cobrando víctimas todos los días. Juárez lleva décadas siendo sinónimo de impunidad para los agresores y de silencio para las instituciones. Las marchas ya no son protesta: son grito desesperado. Y lo peor es que, muchas veces, ni eso basta para voltear la mirada oficial. ¿Dónde quedó el: “No llego sola, llegamos todas”?
Las mujeres de esta ciudad siguen desapareciendo, siguen siendo asesinadas, y el sistema solo responde con declaraciones huecas y promesas recicladas. ¿Cuántas cruces rosas más hay que clavar? ¿Cuántos altares improvisados en la calle deben aparecer para que se tome en serio el estado de emergencia en que vivimos?
Y como si faltaran frentes abiertos, ahora reforzarán la vigilancia en los bancos. ¿La razón? La ola de asaltos en plena luz del día. Gente que entra con dinero y sale con balas. Clientes que tienen que mirar por encima del hombro mientras hacen una transacción. Como si fuéramos una ciudad sin ley, donde lo más peligroso que puedes hacer es ir al banco.
Quizá lo más simbólico de todo esto es que vivimos en una ciudad donde el agua se vende, las mujeres marchan por miedo y el dinero no está seguro ni en el banco. Pero hey, ya nos pusieron más patrullas, nuevecitas, papá…
EPÍLOGO:
Juárez no necesita más vigilancia simbólica. Necesita decisiones valientes, un sistema que proteja en lugar de colapsar y, sobre todo, funcionarios que entiendan que gobernar no es solo poner cara seria ante la prensa.
Es asegurar que, al menos, tengamos agua sin pagarle a un coyote por ella. Que una mujer pueda volver a casa sin convertirse en estadística. Que un padre de familia pueda retirar su quincena sin morir por ella. Pero, como siempre, eso es mucho pedir.
En Juárez el agua se roba de los pozos clandestinos, los feminicidios se combaten con discursos, y los bancos se cuidan más que las vidas. Juárez no está fallando: está funcionando exactamente como el sistema quiere.