La alerta meteorológica se encendió: existen 70 % de probabilidades de que podría repetirse una tromba como la del 2006. Las autoridades advierten y la ciudadanía tiembla. Porque Juárez ya no tiene con qué resistir otra embestida de la naturaleza, y mucho menos de su propia negligencia. El agua se ha vuelto una amenaza recurrente, no por sí sola, sino por la incapacidad oficial para canalizarla, prevenirla y responder ante ella. Calles convertidas en ríos, casas que colapsan, familias que lo pierden todo. Es una película que ya vimos —y que volvemos a ver— porque aquí nadie quiere escribir un guion distinto.
Las alertas por posibles trombas suenan como un déjà vu macabro. Juárez sigue sin sistema de drenaje eficiente, sin protocolos claros, sin refugios dignos. Cada gota que cae es un recordatorio: no es el agua lo que mata, es la negligencia que la convierte en arma. Las mismas colonias inundadas en 2006 siguen esperando la solución prometida.
Pero si la tromba del cielo da miedo, lo que esta semana salió del subsuelo del horror deja sin aire. Porque lo que se encontró en el crematorio de la colonia Granjas no es una tragedia cualquiera: es una prueba tangible del colapso institucional más atroz de los últimos años en esta ciudad.
No eran 60, sino 383 cuerpos. Sí, trescientos ochenta y tres. Cuerpos sin procesar, sin respeto, sin nombres ni justicia, apilados en lo que alguna vez se pensó sería un crematorio funcional y que terminó siendo una morgue clandestina disfrazada de legalidad. ¿Quién los dejó ahí? ¿Por qué nunca se respetaron los protocolos? ¿Cuántas familias siguen llorando a sus desaparecidos sin saber que yacen —o yacían— en ese rincón nauseabundo?
La nota es de terror: restos humanos abandonados, algunos calcinados a medias, otros con identificaciones aún adheridas, cadáveres de mujeres y hombres de todas las edades. Y lo más escalofriante: se habla de que las cenizas entregadas por algunas funerarias no corresponden con la identidad de los fallecidos. Es decir, familias enteras podrían haber despedido —y llorado— las cenizas de alguien más.
No es solo un crimen contra los muertos. Es una bofetada al dolor de los vivos.
El horror crece al saber que nadie del municipio ha dado una respuesta clara, que la Fiscalía permanece en su clásico letargo institucional y que los procedimientos de identificación y resguardo de cuerpos están más cerca del medievo que del siglo XXI. ¿Dónde está el control sanitario? ¿Dónde está la trazabilidad legal? ¿Dónde están los responsables?
Y para cerrar esta cadena macabra, regresa la pregunta de siempre: ¿cuántas de esas personas fueron víctimas de desaparición forzada, de homicidio, de abandono social? ¿Cuántos de esos 383 nombres representan un expediente congelado, un caso olvidado, una vida que no valió lo suficiente como para merecer justicia? ¿Cuántos de esos cuerpos ya fueron llorados por sus familiares y ahora vuelven a aparecer?
Ciudad Juárez se está pudriendo, no solo por la lluvia o el calor extremo. Se pudre por dentro, por una mezcla nauseabunda de impunidad, corrupción y desinterés. Lo de hoy no es una “noticia impactante”: es un síntoma terminal. El sistema de justicia y servicios funerarios colapsó, y nadie parece tener la valentía para recoger los pedazos.
EPÍLOGO: ¿QUÉ MÁS TIENE QUE PASAR?
Esta ciudad no necesita más discursos. Necesita fiscales que investiguen, funerarias que rindan cuentas de trazabilidad y autoridades que dejen de tratar a sus muertos como estadísticas. Hoy son 383. Mañana podrían ser más.
Mientras tanto, Juárez sigue intentando sobrevivir. Temiendo la próxima tormenta, la próxima bala, el próximo olvido.


