Mientras el sol arde sobre el desierto y los migrantes se lanzan al sueño americano con la esperanza de no despertar en una pesadilla, Estados Unidos decide reforzar la Puerta 36. Es decir: mĂĄs concreto, mĂĄs acero, mĂĄs agentes, mĂĄs cĂĄmaras. Un punto ciego que dejĂł de serlo tras las oleadas humanas que lo cruzaron en masa. Y aunque los muros fĂsicos son evidentes, los invisibles son mĂĄs crueles: los de la desesperanza, los de la criminalizaciĂłn automĂĄtica, los que separan al que huye de la violencia del que defiende âla ley y el ordenâ. En esta frontera, cada bloque de concreto es un espejo roto.
Pero si allĂĄ se blindan con metal, acĂĄ seguimos atrapados en redes mĂĄs peligrosas. La Ășltima revelaciĂłn es tan escandalosa como cotidiana: el crimen organizado no solo trafica drogas y armas, tambiĂ©n controla el precio del pollo, el huevo y la leche. En muchas regiones del paĂs, los cĂĄrteles ya no son solo verdugos: son distribuidores, mayoristas, reguladores de precios. La economĂa del miedo ha sustituido al libre mercado. Y mientras eso ocurre, la autoridad responde con declaraciones tĂmidas o silencios cĂłmodos. AsĂ, lo verdaderamente satĂĄnico no estĂĄ en los sĂmbolos, sino en el sistema.
Y hablando de sĂmbolos: en Catedral de Ciudad JuĂĄrez, los fieles presenciaron exorcismos para expulsar los demonios de quienes âsegĂșn los ministrosâ se habĂan tatuado signos âsatĂĄnicosâ. MĂĄs allĂĄ de lo pintoresco, esta escena abre una ventana inquietante a nuestros temores colectivos. Porque cuando las instituciones no dan respuestas, la gente busca explicaciones en lo sobrenatural. El mal se transforma en tinta en la piel, y se combate con agua bendita y rezos. Pero el verdadero mal, ese que pudre gobiernos, corrompe mercados y destruye familias, rara vez se deja ver. Mucho menos se deja exorcizar.
EpĂlogo: Ay mi Juaritos
Nos seguimos protegiendo de lo simbĂłlico mientras ignoramos lo estructural. Blindamos puertas, pero no polĂticas migratorias. Denunciamos pentagramas, pero no a los funcionarios coludidos. Nos asusta el infierno, pero no el que vivimos todos los dĂas. QuizĂĄ porque este Ășltimo, a diferencia del otro, no se combate con rezos⊠sino con valentĂa.


