¡Ya estamos hartos!
Vivimos tiempos donde la figura de autoridad parece haberse convertido en un enemigo pĂşblico. Cada dĂa, maestros, directores, mĂ©dicos, policĂas y otros referentes sociales enfrentan desconfianza, desprecio y desafĂo por parte de la sociedad.
¡Ya estamos hartos!
Hartos de ver cĂłmo algunos padres se presentan en las escuelas no para apoyar la formaciĂłn de sus hijos, sino para cuestionar, insultar o incluso agredir a los docentes. Hartos de ver cĂłmo los niños aprenden que no deben obedecer a quien enseña, sino que deben desconfiar, enfrentarse y burlarse. Hartos de que se enseñe, desde casa, que la autoridad es sinĂłnimo de abuso, cuando en realidad, bien ejercida, es guĂa, estructura, y formaciĂłn .
¡Ya estamos hartos!
Los adultos —padres, madres, tutores— olvidan que el respeto no se hereda: se modela. ÂżQuĂ© puede aprender un niño si en su casa escucha que la maestra “no sabe nada”, que “el director no manda sobre mi hijo” o que “nadie tiene derecho a decirle quĂ© hacer”? Lo que aprende es simple: que puede desobedecer sin consecuencias. Que puede desafiar sin lĂmites. Que su voz vale más que la de cualquiera, incluso cuando no tiene los argumentos, ni la madurez, ni la experiencia.
¡Ya estamos hartos!
Recuperemos el valor de la autoridad legĂtima, la que enseña, la que guĂa, la que cuida. Sin ella, no hay educaciĂłn posible. Sin respeto, no hay diálogo y sin lĂmites, no hay convivencia.
Si no empezamos a sanar esta ruptura entre autoridad y ciudadanĂa, entre padres y escuelas, entre normas y libertad, nuestros hijos pagarán el precio. Y ya lo están haciendo.
Es momento de madurar como sociedad y de recordar que el respeto no se exige: se enseña.