
Ah, el dulce aroma de la política chihuahuense, ese perfume rancio que mezcla ambición con lealtad, como un tequila rebajado con agua de garrafón. Imagínense la escena: en las alturas del poder, una gobernadora que, con la gracia de un faraón egipcio, decreta hace apenas un mes: “¡Tenganme respeto! El rey no ha muerto. Detengan sus cabriolas presidenciales, que aún hay quien gobierna aquí”. Y uno, que no era rey pero sí un peón con ínfulas de corona, decide ignorar el edicto real. Sergio Nevarez, el eterno sirviente de Juárez, se planta en un evento de Marco Bonilla –ese otro aspirante que huele a gubernatura desde kilómetros– y, ¡zas!, posa para la foto. No una foto cualquiera, no: una de esas que gritan “¡Aquí estoy, y no me voy a ninguna parte!”.
¿El resultado? Un adiós prematuro a la JMAS, esa junta de aguas que Nevarez dirigía con la devoción de un monaguillo. Hasta el 1 de diciembre, dice él, con un mensaje de despedida que parece sacado de una telenovela de bajo presupuesto: emotivo, lacrimógeno, y con un subtexto que brilla como neón en la frontera. “Seguiré sirviendo a Juárez”, jura, “no se necesita un cargo público para ello”. Traducción al panista puro: “Queridos votantes, mi sueño de ser alcalde en 2027 no se evapora con un despido; al contrario, ahora soy un mártir, y los mártires ganan elecciones”. Entre líneas, advierte que su maquinaria sigue ronroneando, que las aspiraciones no se disuelven en un pool de agua turbia. ¿Le alcanzará el fuelle? ¿O lo mandarán al olvido, reemplazado por Daniela Álvarez, esa figura que parece el comodín eterno del PAN, lista para sonreír en los mítines mientras otros sangran por el trono?
Y mientras Nevarez empaqueta sus sueños en una maleta diplomática, la gobernadora Maru Campos –perdón, María Eugenia (no me vaya a terminar mi ciclo a mi también), la que aún lleva la corona– asiente con esa serenidad de quien sabe que en política, las fotos matan más que las balas. “Cumplió su ciclo”, dice ella, con la frialdad de un veredicto judicial. Ciclo, qué palabra tan eufemística: como si no fuera un despido disfrazado de rotación de personal, sino el cierre natural de una temporada en Netflix. Porque, entiendan, en este circo panista de Chihuahua, la lealtad no es un valor; es una cuerda floja. Asistes al evento equivocado, sales en la selfie prohibida, y de repente tu “ciclo” se acorta como el mandato de un interino.
Pero vayamos al meollo, al jugoso “otro orden de ideas” que nos pica como chile en wound: ¿qué nivel de candidatos tendrá Juárez para su elección de alcalde en 2027? Ay, amigos, si esto es el aperitivo, el plato fuerte promete ser un banquete de mediocridades. Del lado azul, Nevarez el resiliente, Bonilla el fotogénico, y Álvarez la eterna suplente; un desfile de trajes a medida que prometen regar las calles pero olvidan que Juárez se ahoga en su propia sed. Y ahora, ¡sorpresa!, entra en escena el senador morenista Juan Carlos Loera de la Rosa, no desde las polvorientas calles de Anapra o los laberintos olvidados de Riberas del Bravo –no, por Dios–, sino desde el impoluto Campos Elíseos, ese oasis fifí donde el “pueblo” se despierta con croissants orgánicos y lattes de avena. ¿La paradoja? La 4T, que tanto alardea de chairo auténtico, envuelve sus ambiciones en celofán de clase media alta: conductas de yate con discursos de ranchería.
Allá va Loera, el 17 de noviembre a las ocho y media de la mañana, ante un puñado de 25 empresarios y políticos que parecen sacados de un club de golf hace su anuncio. Café caliente, copas de cristal con frutas exóticas y yogurt griego, chilaquiles gourmet –nada de tacos de la esquina, claro– mientras Loera suelta su perorata: “Juárez necesita 100 mil millones de pesos para tapar el rezago”. Cien mil millones (Cabe señalar que ese discurso se lo robó al Arq. José Luis Rodriguez). Como si anunciara el presupuesto de una superproducción de Hollywood, pero en realidad es el saldo de promesas rotas, baches eternos y sueños postergados. ¿Es esta la batería pesada de la transformación? Más bien parece un brunch de aspirantes, donde el “pueblo” es solo un hashtag en sus campañas de Instagram.
Y para rematar el festín de ironías, llega el contrapunto perfecto: en medio de esta danza de tronos vacilantes, un priista de hueso colorado –Alejandro “Álex” Domínguez, nada menos– se planta en la tribuna federal a cuestionar una ley contra la extorsión que huele a bozal para periodistas. ¿La gracia? Esta minuta del Senado, bendecida por la bancada de Morena con la devoción de un auto sacramental, incluye una fracción quinta del artículo 17 que permite censurar, limitar o clausurar medios bajo el pretexto noble de “seguridad”. Domínguez, con el temple de quien ha visto demasiados circos quemarse, presenta una reserva para amputar esa cláusula venenosa: “Una ley fuerte no debe cerrar la puerta a los medios, sino abrir el camino a la rendición de cuentas”. Porque, entiendan, en un estado donde la extorsión no es solo crimen organizado sino también el deporte favorito de los poderosos, esta ley podría silenciar las voces que destapan cloacas –las de periodistas que, a diferencia de nuestros aspirantes bruncheros, sí arriesgan el pellejo en las calles reales, no en salones con valet parking.
Imaginen: mientras Loera sueña con presupuestos faraónicos desde su burbuja elísea, y Nevarez se despide con ojos de cachorro panista, Domínguez nos recuerda que la verdadera extorsión es la que viene de arriba, disfrazada de protección. ¿Riesgo para los medios? Más bien un puñal en la espalda de la democracia, porque sin prensa libre, ¿quién va a cuestionar si esos 100 mil millones acaban en piscinas privadas o en el erario? Morena rechaza la reserva, por supuesto, con esa altanería de quien cree que la verdad es un accesorio prescindible. Y Juárez, la eterna frontera de contrastes, se ríe con amargura: de un lado, reyes que no mueren; del otro, leyes que matan silenciosamente.
Al final, en este carrusel de 2027, ¿quién ganará? ¿El mártir de la JMAS, el brunchero transformador o la suplente sonriente? ¿Dejará Mayra Chávez sin hacer aspavientos llegar a Loera? Ah, esa sí que sería una revancha digna de guion: la que esperó en las sombras, tomando nota de todos los tropiezos, y ahora, con una ceja arqueada, podría barrer el tablero sin derramar ni una gota de café fifí. Porque en política, como en la vida, los verdaderos reyes no posan para fotos; esperan su turno, con una sonrisa que corta más que cualquier decreto.

