
Imagínense: mientras el mundo celebra diciembre con villancicos y compras binacionales, aquí nos entretenemos con un circo de opacidades universitarias y puentes que estrujan el alma como un tornillo de banco.
Porque, entiendan, en la máxima casa de estudios de la ciudad, la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez (UACJ), decidieron que un concierto millonario por su 52 aniversario era un asunto de secreto de Estado, como si El Potrillo fuera un agente doble y no un cantante contratado con 26 millones de pesos –de los cuales 10 millones salieron del erario municipal, sin un estudio técnico que lo justificara–.
¿Contratos, facturas, convenios, comunicaciones internas? Clasificados bajo reserva por cinco años, argumentando que eran “preliminares” o que su difusión podía “malinterpretarse”. ¿Malinterpretarse? Qué eufemismo tan exquisito para decir “no queremos que vean cómo gastamos su lana en una pachanga con Oswaldo Küchle, el representante de la productora OS Live Music, ese caballero sentenciado por fraude en Estados Unidos en 2013 y que, por supuesto, no figuró en ningún informe oficial”.
Genéricos, improcedentes, sin sustento: así tildó el ICHITAIP los argumentos de la universidad en cinco resoluciones que suenan a cachetada pública (RR-0724/2025 y compañía), obligando a la UACJ a soltar los documentos en versión pública o, al menos, a admitir si no existen.
El Laboratorio de Periodismo Crítico Universitario presentó los recursos y solicitaron la intervención.
En una ciudad donde la rendición de cuentas es tan escasa como el agua en verano, ¿Cómo esperan formar ciudadanos críticos si ellos mismos ocultan facturas de un concierto que financiaron patrocinadores… o eso juran, mientras el Cabildo aprobaba millones sin pestañear?
El revés del ICHITAIP no es solo una victoria jurídica; es un recordatorio ácido de que la universidad no es un feudo, sino un servicio público que cobra matrícula con impuestos. ¡Despierten! Si no pueden transparentar una pachanga con mariachi, ¿Cómo van a formar líderes que no teman a la luz? Precedente perfecto: ahora, que suelten los papeles, o que expliquen por qué El Potrillo canta más barato que su opacidad.
Pero vayamos a lo que realmente nos revienta las tripas: los puentes internacionales, esos supuestos corredores de prosperidad que hoy parecen trampas para ratas diseñadas por un sádico. Si ayer hablábamos de la curva de Waterfill como un chiste navideño con desvíos sorpresa, hoy el turno es para el Puente Libre –o Córdova-Américas, para los puristas–, donde un “embudo” post-aduanero frustra a automovilistas como si fuera un deporte extremo.
De diez carriles amplios en el lado gringo, pasas a dos míseros en el mexicano, con vallas que obligan a alternar turnos manuales en un caos de cláxones y miradas asesinas. ¿El resultado? Esperas de una a tres horas y media, especialmente de 5 a 7 de la tarde entre semana, cuando el flujo de trabajadores, estudiantes y compradores se convierte en un río de sudor y maldiciones. La aduana en sí fluye decente –personal abundante, revisiones ágiles–, pero luego… ¡zas!, el “doble candado” militar de la Guardia Nacional entra en escena, con elementos que ignoran las reglas de comercio exterior como si fueran menús en chino.
Rotan cada dos por tres, sin licencia en comercio exterior ni un ápice de entrenamiento actualizado, y actúan solo por “órdenes superiores” –“mi comandante dice que no pasa”–, ignorando franquicias acumulativas familiares o semáforos que gritan “avancen”. Solo la mitad de las garitas operan, concentran inspecciones en carriles abiertos y, de propina, corrupción a la vista: 500 pesos por ítem para “declaraciones voluntarias” que nadie facilita.
¿Efecto? Un puente que revienta de congestión, volviendo el cruce diario en una odisea que hace que ver series en el celular parezca terapia. ¿Qué tendrán en la cabeza estos guardianes del caos? ¿Órdenes de arriba para que el “control” sea más show que sustancia? Porque mientras los automovilistas ingenian formas de sobrevivir al embudo, la frontera pierde millones en productividad, y el “México seguro” se siente como una broma cruel.
Y en medio de este ballet de frustraciones, un rayito de cordura: la suspensión de la construcción del camellón central de 250 metros en el Puente Zaragoza, esa obra contra los “abusones” que cortan carriles y provocan discusiones, accidentes y el típico Juárez de película de vaqueros. El fideicomiso, por una vez con los pies en la tierra, frenó los trabajos ante el descontento vecinal –“Vamos a esperar”, dijo, como quien promete no pisar el acelerador sin frenos–.
Seguridad Vial se alió con los colonos para dialogar y buscar alternativas, reconociendo que una medianera bien intencionada podría agravar el caos si no se cocina a fuego lento con la gente. Bien por ellos: ayer hablábamos de inversiones que se evaporan en promesas, y aquí, al menos, pusieron atención a los ciudadanos antes de que el cemento se secara. Esperemos que no sea postureo; que juntos –autoridades y vecinos– determinen la mejor solución y la apliquen de una puñetera vez, sin “adiós y gracias” a la inversión perdida.
Porque en una ciudad donde los puentes son venas arteriales, ignorar el pulso popular es como operar a corazón abierto con anestesia local: duele, sangra y deja cicatrices.
Al final, Juárez en diciembre es este mosaico irónico: universidades que esconden facturas como si fueran pornografía, puentes que generan embudos en sueños transfronterizos por ignorancia uniformada y obras que, por milagro, pausan para escuchar. ¿Qué tendrán en la cabeza estos personajes? Tal vez nada más que el próximo deadline. Ojalá que el diálogo –ese que tanto predicamos– fluya mejor que el tráfico. De lo contrario, la frontera seguirá siendo un chiste que nadie aplaude.

