Vivimos en un país donde la necesidad se ha vuelto una herramienta de control. Donde el hambre se calla con una tarjeta. Donde la conciencia se adormece con un depósito bimensual. Y mientras tanto, los verdaderos problemas —corrupción, violencia, impunidad y desigualdad— siguen ahí, impunes, presentes, descarados.
¡Ya estamos hartos!
Hartos de ver cómo una parte de la sociedad prefiere cerrar los ojos ante lo evidente, solo porque “ya le tocaba” un apoyo. Hartos de que la dignidad se venda tan barata y de que la crítica se confunda con traición. Hartos de vivir en una mentira donde “todo está bien” porque hay programas sociales, aunque los hospitales estén colapsados, las escuelas olvidadas y los jóvenes sin futuro.
¡Ya estamos hartos!
No se trata de rechazar la ayuda social. Al contrario: es un derecho y una obligación del Estado garantizar el bienestar de todos. Pero una cosa es apoyar, y otra muy distinta es manipular. Una cosa es dar oportunidades, y otra es comprar silencios.
Gobiernos cambian, pero el discurso es el mismo: si recibes algo, no te quejes. Si protestas, eres malagradecido. Si cuestionas, eres enemigo del pueblo. ¿Desde cuándo exigir justicia es un acto de rebeldía? ¿Desde cuándo señalar lo que está mal es un crimen?
¡Ya estamos hartos!
Nos están robando la capacidad de indignarnos. Nos están enseñando a aceptar migajas como si fueran progreso. Y lo peor de todo es que lo estamos permitiendo. La comodidad de recibir sin exigir ha creado una sociedad anestesiada, donde el miedo a perder una tarjeta vale más que la esperanza de un país mejor.
¡Ya estamos hartos!
