Empecemos por la escena digna de Hollywood, pero con presupuesto de bajo octanaje: un conductor de Suburban con placas de Texas, en un arranque de audacia que roza lo suicida, ignora la orden de parada en la aduana del Puente Libre y se lleva a un agente de la Guardia Nacional de corbata, colgando del vehículo como un adorno navideño comprado en la Ross.
El video, que ya es viral como un meme de gatos enfadados, muestra al uniformado aferrándose al capó mientras la Suburban acelera hacia Juárez, dejando atrás a sus compañeros que reaccionan con la velocidad de una tortuga en siesta. Pedro Daniel L. N., el infractor identificado después, cruzó sin detenerse, embistió al guardia y huyó como si el puente fuera una pista de rally.
La persecución, que involucró a más elementos, pero terminó en un “no lo encontramos” inicial, fue resuelta horas después por la SSPE, que lo detuvo en una investigación con las cámaras centinelas. Qué burla tan descarada: en una garita que debería ser el filtro de la frontera, un conductor se sale con la suya arrastrando a un federal como si fuera un maletín olvidado.
La falta de pericia es evidente –¿dónde estaban los protocolos para detener un vehículo en movimiento sin exponer vidas? –, y la reacción tardía, un recordatorio de que la capacitación en la guardia nacional parece más teórica que práctica.
En Juárez, una fuga así no es anécdota; es un agujero en la seguridad que invita a más locuras. Porque si un agente se cuelga de una Suburban y la respuesta es correr a pie, la frontera necesita más que videos virales; necesita guardias que no se dejen llevar de corbata. Qué escena tan patética: el Puente Libre, símbolo de conexión, se convierte en pista de escape, y la GN, con su despliegue masivo, queda como extra en su propia película.
Pero si la fuga fue un chiste de mal gusto, los retenes que el Ejército y la Guardia Nacional empezaron a montar en Juárez son el remate de una comedia que nadie pidió ver. A lo largo de avenidas clave como Zaragoza y Tecnológico, y en accesos a colonias como Anapra y Lote Bravo, las unidades militares brotaron como setas después de una tormenta, revisando vehículos y peatones en un operativo que huele a desesperación.
Aunque la Constitución los mira con lupa –la militarización de funciones civiles es un tema que la SCJN ha cuestionado desde la creación de la GN en 2019, y en 2025, con la reforma que los integra a la SEDENA, opositores como el PAN claman inconstitucionalidad por violar el artículo 21 al extender facultades de seguridad pública a militares sin control civil–, aquí están, parando autos y pidiendo identificaciones como si fueran dueños de la calle.
La SSPE y el Ejército lo justifican como “medida temporal” por el repunte de violencia –18 homicidios en los primeros seis días de octubre–, pero en Juárez, estos retenes no son solución; son un parche en una herida sangrante. ¿Serán estos controles el bálsamo que la ciudad necesita, o solo un show de uniformes que distrae de la verdadera carencia: inteligencia policial?
Porque parar un camión para registrar maleteros es fácil; desmantelar redes que imponen toques de queda con mantas en Senderos de San Isidro requiere mentes, no solo músculos. En una frontera, los retenes podrían agilizar la justicia o solo crear más filas, como las del engomado ecológico que Pérez Cuéllar jura no cazar y ya lleva más de 8,000 multas (perdón me ofusque, ese es otro tema).
Qué conveniente: mientras Harfuch promete operativos y visitas a Juaritos, el Ejército monta retenes que hace que a la Constitución se le frunza el ceño, pero nadie los cuestiona en voz alta. Juárez necesita inteligencia que infiltre sombras, no retenes que iluminen lo obvio. Porque si un conductor se lleva a un guardia de corbata, ¿qué harán con un retén? ¿Colgarse todos?
La pregunta de fondo es inevitable: ¿son los retenes la solución que Juárez necesita o solo un parche temporal para simular autoridad? Porque la verdadera seguridad no se mide por cuántos soldados ves en la calle, sino por cuánta inteligencia hay detrás de sus decisiones.
Y para no terminar en nota tan tensa, Ulises Pacheco tomará posesión la próxima semana como presidente local del PAN, un relevo que llega con la pompa de una ratificación en septiembre –presencia de Maru Campos, Daniela Álvarez y militantes que sumaron 200 cabezas– pero con el peso de un partido que ha nadado de muertito por lustros.
Pacheco, con su constancia de mayoría en mano desde el 28 de septiembre, encabezará el Comité Directivo Municipal por tres años, prometiendo unidad y reconquista para 2027 en una Juárez que no ha visto alcaldía panista desde aquel lejano 2004. ¿Tendrá la capacidad de contradecir a Cruz Pérez Cuéllar, el morenista que se le inunda la ciudad con gotas y omite 700 homicidios en sus informes? ¿Lo dejarán sus jefes estatales, o viene a ser el eterno opositor que ladra pero no muerde?
En un PAN juarense que solo cuenta con una diputada local, un regidor y una estructura raquítica –comités seccionales desdibujados, militancia envejecida y más dividida que los propios morenos y un 15% en encuestas–, Pacheco enfrenta un desierto electoral donde Morena arrasó en 2024.
La asamblea de ratificación, con Campos y Álvarez como testigos, fue un llamado a la “ola azul”, pero en Juárez –donde las bardas pintan a Álvarez y Nevárez canta su interés–, uno se pregunta si este líder nuevo será el revulsivo o solo otro flotador en un mar de derrotas.
Porque si Pacheco no contradice las ausencias de Pérez Cuéllar –que mendiga fondos federales para distritos policiales mientras dona millones a conciertos de la UACJ–, el PAN seguirá nadando de muertito, un partido que sueña con bastiones, pero pierde hasta las diputaciones locales.
Ulises: la oposición real no se gana en asambleas; se gana en las calles, cuestionando retenes inconstitucionales y fugas en garitas. Pacheco, si tomas posesión con aquel espíritu de los blanquiazules de los ochentas, podría ser que despierte el PAN; si no, será otro capítulo en la crónica de un desahucio al partido que murmulla, pero Juárez ya no escucha.