
Cuando renuncia uno que no hace ruido… pero cuya salida retumba
Si hoy renunciara el presidente nacional del PAN, los reflectores mediáticos arderían. Sería nota nacional, cadena de entrevistas, posicionamientos, reuniones urgentes, discursos y comunicados. Sería un terremoto político. Sin embargo, cuando quien renuncia no tiene reflectores, cámaras, relación con cúpulas o presencia diaria en los medios, entonces pareciera que “no pasó nada”. Pero sí pasó.
La renuncia de Trinidad Pérez Torres o Trinito, como le decían sus amigos, panista Parralense desde el 3 de diciembre de 1977, con 44 años de militancia, no hizo escándalo en noticieros ni generó mesas de análisis. Tampoco hubo ruedas de prensa improvisadas ni comunicados de la dirigencia estatal. Pero dejó un hueco enorme donde debe doler, en las entrañas mismas del partido.
Porque Trinidad no era un militante de ocasión. Fue de esos panistas que pagaron cuotas cuando no había cargos, que tocaban puertas cuando Acción Nacional no era gobierno, que defendían principios cuando había más sombras que luz. De esos que se quedaron cuando muchos otros sólo pasaron.
Y justo ahí está el verdadero ruido.
Cuando alguien con esa historia dice “hasta aquí”, no hay silencio que lo apague.
Más aún, el destinatario de la carta de renuncia es nada menos que Daniela Álvarez, la presidenta estatal del PAN. Para ella, la salida de Trinidad es un golpe silencioso, pero simbólicamente demoledor. Porque cuando renuncia quien jamás tuvo privilegios, quien pocas veces estuvo en nómina pública, quien vivió el PAN desde sus ideales y no desde el presupuesto, seguro algo vio, no le gustó y prefirió poner distancia.
¿De qué tamaño será el desencanto que prefiere retirarse alguien que al PAN le entregó prácticamente toda su vida?
El propio documento lo revela en su forma, aunque no en su fondo. Está lleno de elegancia y nostalgia, con versos de Pemán, con referencias a Carlos Castillo Peraza, con una despedida casi ceremonial. Es una carta que no rompe; desnuda. No reclama, expone. No amenaza, deja pensando.
Trinidad Pérez “Trinito” se va en paz, con gratitud y con la satisfacción del deber cumplido. Pero esa paz revela la tensión de lo que deja atrás.
La dirigencia estatal, hasta ahora, calla. Y quizá quiera que la renuncia pase como pasó en los encabezados, sin alboroto. Pero puertas adentro, no hay manera de justificar que un panista de cuatro décadas decida cerrar su ciclo justo cuando supuestamente el partido presume apertura, renovación y unidad.
Lo simbólico supera lo visible.
Si renuncia el presidente nacional, la conmoción dura días.
Si renuncia un militante histórico, la conmoción dura años… y dentro.
Porque al final, renuncias como la de Trinidad no hunden partidos. Sólo los exhiben. Y no frente a los medios, frente a su propia conciencia.
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Siete años después, una presidenta que mostró fuerza… y un acarreo que la mostró más
Han pasado siete años desde que aquel proyecto político de la 4T llegó al poder y dio inicio a una de las etapas más intensas del país. Siete años que se han contado lo mismo con cifras, con programas, con discursos y con promesas repetidas, que con desencantos, rectificaciones y conflictos profundos. Y justo en el aniversario de ese arribo, el sistema volvió a recurrir a un viejo método, llenar plazas a cualquier costo para demostrar legitimidad.
El mitin que reunió casi 600,000 almas no fue un acto espontáneo. Fue un operativo.
Autobuses, listas de asistencia, estructuras completas trasladadas de prácticamente todas las entidades federativas. Hubo quienes viajaron más de diez horas, otros que llegaron a cambio de apoyos y muchos que acudieron no por convicción sino porque el aparato político entendió que la asistencia era obligación y no voluntad.
Y sí, se vio una presidenta fuerte.
Se vio firme, erguida, respaldada por una masa impresionante.
Nadie niega que la postal fue poderosa.
Pero la pregunta es inevitable:
¿Era fuerza o era operativo?
Porque la verdadera fortaleza política se mide en adhesión voluntaria, no en convocatoria condicionada.
En siete años de gobierno se han perfeccionado los mecanismos de movilización, se han convertido en ciencia y logística. Llevar tanta gente implica recursos estratosféricos, coordinación nacional, estructura territorial aceitada y un mando único. Y aunque el poder mostraba músculo, la movilización mostró más, al viejo estilo del PRI.
En términos visuales, la presidenta ganó imagen.
En términos de realidad, el sistema mostró su dependencia del acarreo.
El discurso subió el tono, se habló de continuidad histórica, se apeló a la memoria reciente, se exigió lealtad y se mostró un país que supuestamente camina unido. Pero cuando la unidad se transporta en camiones, la narrativa se cuartea.
Siete años después, lo que se vio no fue un movimiento político consolidado, sino un evento que necesitó rentar asistencia para presumir fuerza.
No hay que romantizarlo.
No hay historia épica.
Hubo factura, hubo logística y hubo operación.
Casi 600,000 personas juntas pueden verse extraordinarias, pero el número por sí solo no alcanza para explicar el momento. Más allá de la foto, de los drones y del registro monumental, la esencia del acto reveló un gobierno que sigue dependiendo del espectáculo para reafirmar legitimidad.
Porque a siete años de distancia, el poder puede llenar plazas… pero todavía no ha llenado expectativas.


